Cuento: Informe sobre algo, por Francisco Proaño Arandi

Soy un guerrero. Aunque no lo parezca, lo soy. Ustedes no lo sabían, pero yo he vigilado por años, cumpliendo escrupulosamente mi guardia. He velado sus sueños y sus vigilias, para que nada altere su maldita, incierta seguridad: el sórdido ámbito donde -ustedes- duermen, comen, luchan, fornican, retozan e incluso trabajan sin darse cuenta de lo único importante: del peligro que acecha. Ahora, ya es demasiado tarde. Yo, sólo he cumplido mi tarea. He fracasado. Y, sin embargo, ¿quién podría triunfar en una misión, como la mía, la más improbable de todas? ¿Este vigilar sin tregua en la frontera más ardua e imprevisible?

Empezaré por el principio y no me detendré en vanas consideraciones literarias o personales. Ante todo, soy militar y, por tanto, me limitaré a consignar sucintamente los hechos.

Todo comenzó en un sueño, hace ya mu­chos años. Mejor dicho, cobró forma, evidencia, en una sucesión inclemente de sueños. Nunca han sonado tan incongruentes, tan sin sentido, esas dos palabras: forma, evidencia. Porque de lo que se habla aquí es de lo contrario: una no forma, una no evidencia.

Yo era muy joven y mi sueño era como una terraza o explanada desde la cual contemplaba, avizoraba una extensión ¡limite. Cuando digo ilímite quiero decir sin referencias que la particularicen, indeterminada, infinita, cegante, sin un horizonte que la delimitara, como un desierto que lo abarcaba todo: el cielo, la tierra, el alma. Y, a pesar de ello, en el fondo, había algo. Algo.

Percibí peligro, un peligro mortal en aquello informe y apenas insinuado en la improbable distancia. No sé por qué lo intuí de ese modo, pero no dudé, ustedes tampoco habrían dudado de la índole absolutamente letal de lo que yo contemplaba o atisbaba. Por eso decidí permanecer allí, en la más inconcebible avanzada que un ejército haya podido alguna vez desplegar, forzando cada noche el regreso del mismo sueño inhóspito, para vigilar, minuto a minuto, «su» posible advenimiento, el sobrevenir de aquello indeterminado o supuesto.

En sucesivos sueños, ese «algo» persistió en lo que fue desde un principio: indefinido, indeterminable, irreconocible. Tal vez sólo creció, vagamente, expandiéndose a manera de una línea que, por contraste, subrayara el vacío, el vacío en que se insinuaba, sin alcanzar una forma que yo pudiese reconocer, verificar, comparar. Seguía siendo, siempre, en cada nuevo sueño, lo que ya he señalado: informe, indescriptible.

Y, sin embargo, allí, en su hondura, en su informidad o deformidad, yo seguía presintiendo una amenaza, un riesgo o inminencia difícil de dilucidar, pero cierta, e irrecusable. Muchas veces, lo confieso, me sentí tentado de abandonar mi cometido. La tensión solía llegar a niveles casi intolerables, sólo susceptibles de experimentar en aquella extrema frontera, en su soledad e incomunicación, enfrentado a tan desorbitado peligro, a su inmovilidad o, en su defecto, a la sospecha, no comprobada, de que «éso» crecía, en un movimiento apenas perceptible.

No pueden imaginarse lo que es vigilar noche tras noche, hora tras hora, esa extensión abstracta, equívoca, esa distancia nebulosa y ciega, sin horizontes, sin referencias: todo incoloro, indistinto y, no obstante, con «algo» allí, en algún parámetro o cuadrante imposible de fijar, no se diga ya mensurar en el ámbito de su desconocido interior. Pero, más allá de la tensión, el cansancio, el descreimiento, la duda, yo no podía claudicar. El destino me había colocado en un punto crucial y debía, cada vez, situarme allí, en el sitio que me correspondía: último lugar, pensaba, en que podía salvaguardarse la lucidez, la cordura de mi raza, la raza humana. Los demás dormían placenteramente o se entregaban, confiados, a placeres o torturas más o menos cambiantes, más o menos equivalentes. No sabían que alguien vigilaba por ellos, allí en los confines del sueño, de mi sueño, frontera donde -yo sí lo sabía- se estaba decidiendo, noche tras noche, su destino.

Trataré de explicar -traducir sería la palabra-, en términos razonables, lo que aquello significaba. Mi sueño era como estar, yo el vigía, el centinela, en una fortificación que guarda de cualesquiera enemigos exteriores las postrime­rías del imperio. De pronto, el vigilante observa, en una no cuantificable distancia, un punto, una línea. Con los días, con los meses, los años, eso que apenas ha vislumbrado en el principio tiende a crecer, a acentuarse. Como si poco a poco, en cada sueño, lo que nada más fue en el inicio un punto, una sospecha, una premonición, se tornase evidente, real, certeza, si éstas fuesen posibles en regiones tan indeterminadas, o indeterminables. Como si a través de infinitas llanuras, en el curso de varios años, los hubiese adivinado, intuido: allí siempre, a lo lejos, una línea, una figuración amenazante en un cierto punto imposible de precisar, dada la naturaleza de esos espacios sin límites. Luego, mucho más tarde, en el advenimiento implacable de otros sueños, los he visto expandirse, cobrar un perfil. El efecto ha sido como si de lejos, de las profundidades inconcebibles que mi ojo no alcanza a dilucidar, viniesen ellos, ese «algo», acercándose impalpablemente en un galope incesante, alineados, absortos, movilizándose siempre hacia nosotros, un día casi imperceptibles, otro menos difusos, cubriendo aciagos un cierto plano de la incertidumbre, construyendo falaces un horizonte vicario, engañoso, hasta que finalmente una noche, o una mañana, están allí mismo, pueden estar allí mismo, rodeando incontrastables, inexcusables, las indefendibles murallas, nuestras contingentes defensas.

Si ello sucediese, ¿qué diría el comandante de la plaza, en esa, la más remota frontera?. Quizá repetiría lo que ya he consignado con claridad meridiana, en el inicio mismo de este memorial: «ahora -he dicho-, es demasiado tarde». Y lo es, no tengan la menor duda. Porque lo temido, ese horror siempre postergado e indeseado, la cau­sa de mi vigilancia de años, la razón de mi exis­tencia en cuanto centinela o vigía, parece haber ocurrido.

Sí, el horror, ese «algo» que yo barruntaba alarmado en la distancia ciega y no mensurable de la pesadilla, las «criaturas», por denominarlas de algún modo, ya está, o están, aquí, así de re­pente, igual de irreconocibles, pero seguramente ya no como puras quimeras.

Al fin y al cabo, el instante en que uno despierta es caótico, uno no lo controla en realidad, y entonces, es posible, quizás ha sido posible que allí, en esos segundos, los que median entre el sueño y la vigilia, las «criaturas», esas entidades venidas de no se qué profundidades, hayan cruzado, alertas, ágiles, aguerridas, la inasible frontera, la precaria tierra de nadie que nos separaba de ellas.

Como si una cabalgata siniestra hubiese salvado, en el curso de esos frenéticos segundos, la distancia que yo, iluso, creía todavía imposible, inmensurable, ilímite: tal era la incertidumbre sobre la que los venía venir, acrecentarse, insinuarse: tan lejanos, podría decirme, angustiado, acosado, y, de pronto, aquí mismo, entre nosotros, irrefutablemente entre nosotros, tal vez en nosotros.

Una jauría que sin darme cuenta me ha sobrepasado. La sospecha, la devastadora suposición de que la realidad ha empezado a sufrir su embate severo, ahumano. La aniquiladora impresión de fracaso. La sensación de que el sueño ha dejado para siempre de ser la aguerrida vigilia en los confines de la lucidez, de mi propia cordura. El sueño, ahora, se puebla de otras figuraciones, de inconcebibles entidades que no alcanzo a reconocer, peor a representarlas en los términos del lenguaje usual. Porque, ¿cómo describirlas? Para representarlas, con palabras, o con simples imágenes visuales, mejor dicho, para que alguien entienda lo que he visto, lo que imagino haber percibido en el inasequible tránsito de la improbable jauría entre la pesadilla y la realidad -esta realidad en que se enmascara y a la que estigmatiza-, sería necesario que el que me escuche, mi interlocutor imposible, ese vidente a todas luces inverosímil, fuese, mínimamente, tan inadmisible o absurdo como las criaturas soñadas, no sólo inhumano, sino adverso, y de una adversidad radical, a todo cuanto consideramos susceptible de conocer o de reconocer en el vasto mundo.

Es tan difícil explicar lo que, en su ser mismo, es inexplicable. Lo que creí ver es ajeno a toda noción entre las conocidas, ajena a cualesquiera característica de las que podemos reconocer como distintivas de las especies existentes. Se trata, simplemente, de algo no previsto, inimaginable.

Entendámonos. Supongamos por un momento que en este universo no existiesen equinos y ni siquiera la forma equina, ni caballos, ni hipocampos, ni la idea mítica del centauro, ni la constelación que lleva ese nombre quimérico, ni la nebulosa llamada Cabeza de Caballo. Nada equino. Digamos por otro lado que lo que soñé (si realmente he soñado) tenía forma, figuración de caballos. Entonces, para que alguien comprendiese mi visión, se requeriría que mi oyente hubiese experimentado a su vez aun cuando fuera una milésima de lo entrevisto por mí, o que fuese él mismo de cara y cuerpo acaballados. Sucedería igual si lo que soñé hubiera desplazado, en mi mente, la forma de unas ballenas, o de unos renacuajos, suponiendo, siempre, que no existiesen estas especies en nuestro universo: en ese supuesto, sólo alguien con la desmesura o beatitud de esos enormes mamíferos, en el primer caso, o con la pequeñez y fangosidad sobre- cogedora de esa especie que no es especie sino mero tránsito entre diversas monstruosidades, en el segundo, sería capaz de comprenderme.

Es tan ahumano, tan inverosímil lo que he creído ver que si alguien lo viera, más allá de las fronteras de mi sueño, no lo reconocería, no se percataría de su presencia, no lo entendería simplemente: tan extraño es a todo lo que conocemos o concebimos. Para verlo, para entenderlo, debería tener alguna relación, alguna analogía con las formas que estamos acostumbrados a percibir; pero en este caso ninguna forma conocida se corresponde con lo que vi, ninguna estructura levemente formal, o abstracta, ni siquiera informal, podría parecérsele: ningún sentido de la forma o del vacío, ninguna percepción de lo que consideramos elementos fundamentales de nuestras percepciones: la linea, el punto, el círculo, el poliedro, etc.

Y, sin embargo, están allí (sólo en el sueño, en ese sueño, podría reconocerlos; en la vigilia, en otras secuencias de sueño, me es imposible recobrarlos, rememorarlos.) Estaban allí como en una antesala, esperando cruzar la delgada línea, las escasas décimas de segundo que separan todo sueño de la realidad. Y ahora, están aquí. He fracasado y ustedes serán sin duda las víctimas. Más que nunca entiendo que había suficientes razones para vigilar, como yo lo he hecho, en la más improbable de las fronteras. Pero el peligro, imposible de medir, de discernir, me ha avasallado, se ha burlado de mí, me ha derrotado. Y, no obstante, aún con todo el peso de esta derrota, debo confesarlo, perdónenme ustedes, siento que mucho peor era lo otro: esa tensa, interminable centinela de todas las noches, enfrentado a la extensión irredenta e informe que se alzaba, es un decir, ante mis ojos.

Todo lo anterior constituye un esfuerzo vano por traducir a términos inteligibles algo radicalmente no racional, incognoscible, inalcanzable. Un esfuerzo por representar mediante ciertas analogías lo indecible, lo inenarrable: decir, por ejemplo, líneas enemigas que avanzan, que galopan implacables contra nosotros, ¿es cierto? ¿Fue realmente así?

Sea de ello lo que fuere, tengo la obligación de consignar aquí, una vez más, que éso, lo que vi o presentí, se encuentra ya entre nosotros, sólo que ustedes y yo mismo, por las razones antedichas, no podemos mirarlo, menos reconocerlo.

(¿O simplemente éso estuvo siempre allí, entre nosotros, sobre nosotros, en nosotros, y, sin embargo, infinito como es, ajeno a toda percepción, irreductible a toda concepción, sea también posible que lo conjeturemos como no existente, puesto que ha sido y será lo que ahora es: irreconocible?)

Lo presiento. Lo repito. Lo proclamo. Está ya aquí, en todo y en todos, entre todos: uno y múlti­ple, informe, elusivo a toda percepción y, por ello, total, totalizador, amenazante, flamígero.

Miro la pared, los cuadros, las perspectivas y profundidad de las habitaciones, y, aún siendo análogos, no son ni la misma pared ni los mismos cuadros ni iguales la perspectiva o profundidad de los cuartos.

Mi tarea ha terminado. Como un último deber consigno este memorial, este parte. Queda a ustedes el enfrentar lo que ni yo mismo me atrevo a definir, a barruntar siquiera. ¿No serán estos dedos míos que escriben en este momento estas líneas, estos mismos dedos míos, o la silla frente a mi mesa de trabajo, o el marco que sostiene la puerta, y la puerta misma, manifestaciones extremas, pequeños síntomas, leves insinuaciones, manifestaciones incoherentes, efímeras, pero al fin y al cabo tangibles, de éso que, informe, o más bien de forma imposible para nosotros, se encuentra ya aquí mismo, amagando inescrutable la realidad?

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