Breve introducción a la obra de Francisco Umbral, primera parte

por Pedro Páez Ferri

España es un barrio del tamaño de un país, le dijo una vez un taxista al señor Francisco Umbral en Madrid, su ciudad natal.

Nació en 1932 en esa República de bandera tricolor que algunos poetas se la llevaron al corazón y otros a la mierda. De joven, según aburridamente rezan sus pocas biografías, Francisco Umbral era un rebelde, un asesino consumado que jamás le puso un dedo encima a nadie, pero que, dentro de su catatónico pensamiento adolescente, contaba tantas muertes como días, como aburrimientos.

En España la moda entonces era leer para crear, leer para ser, no como dicen los aberrantes religiosos con una maligna polisemia, un santo, sino para ser un poeta famoso, un dandi mal vestido, pero adorado. Los jóvenes españoles de antes de la guerra eran cobardes literarios que querían ser como García Lorca, con esa misma ternura de autor reprimida, pero que, a la fuerza, acabaron yendo a la guerra. Umbral resultó muy joven para tal actividad, y dedicó su adolescencia entera a la lectura más variada. Desde pequeño –esto no puede ser bueno– memorizó cuanto poema de Baudeliare y de Rimbaud cayó en sus manos. Leyó sin mayor interés a Víctor Hugo y otros tantos que ya se conocen como “clásicos”.

Desde su atorrante adolescencia de lector, Umbral va creando un estilo incisivo y mordaz. Junto con su elocuente amor por ciertos poetas y dramaturgos españoles como: los tres Ramones –Valle, Jiménez y Gómez de la Serna–, Federico García Lorca, Dámaso Alonso, Jorge Guillén, Altolaguirre, Alberti, y tantos otros.

El Franquismo hizo que Umbral se entretuviera políticamente. Nunca militó con Franco, ni contra él. Era un fascista para los comunistas de poca imaginación, y un comunista para los fascistas que le tenían –por excelencia– miedo a todo.

Hizo muchos amigos, y algo más de enemigos. Odiaba irrevocablemente la narrativa de Pío Baroja, pero no más que a Pío Baroja. Pero admiraba inconteniblemente a Onetti y Borges mucho más quizá que Onetti y Borges. Habló bien y mal de tres o cuatro generaciones españolas, desde la del 98, hasta los Pornos en su obra “Las Palabras de la Tribu” (1994) y logró erigir un concepto divertido y muy interesante sobre la semántica diversa del falo, no solo como instrumento reproductor o de placer, sino como arma de guerra y moldeador de la historia en su “Fábula del Falo” (1985)

Amó muchísimo, quizá más que los americanos, la obra de los dos grandes poetas americanos que tuvo España: Rubén y Pablo Neruda. A Umbral le asombraba la habilidad de los americanos para hablar de las cosas, y así se ganó el odio de muchos españoles cuando dijo que Rubén fue a España para refundar el español.

Abordó las perversiones humanas, desde las más trágicas y freudianas, hasta las más atroces y aburridas como la castidad, en su libro de 1978 “Tratado de Perversiones”.

Su obra más conocida, y por tanto, menos leída, es quizá la mejor. Se trata de una novela y se llama como el verso de otro español “Mortal y Rosa” (1975).

Umbral fue un Winston Churchill que nunca se metió en la política.

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