Gelman, la poesía como temblor en los huesos

por Miguel Molina Díaz

         El vehículo nos dirige hacia el Centro Histórico de Quito. Ha caído la tarde. Juan Gelman usa un traje oscuro y una camisa blanca sin cuello. Le cuento que comencé a leerlo hace muchos años, cuando supe que Jorge Enrique Adoum lo definía como el poeta vivo más grande de la lengua castellana. Al oír este nombre, el argentino sonríe, por la ventana ve pasar la ciudad de Adoum, sin Adoum.

        – No sé cómo se sentirá él ahora que se fue –dice Gelman–, pero para mí la amistad perdura como mi admiración por su obra.

        Nació en 1930, en Villa Crespo, un barrio judío de Buenos Aires. Vino al mundo cuando comenzaba la ‘década infame’ de la historia argentina, la era de los golpes de Estado. Sus padres fueron inmigrantes judíos ucranianos que le enseñaron a leer a los 3 años. Gelman desciende de una estirpe que durante la historia de la humanidad fue perseguida. Y él no sería la excepción.

        Su melena y su piel son blancas como las hojas de papel en las que aparecen sus poemas. Lo observo de pies a cabeza y descubro a un ser delgado y débil.  Al encontrar su mirada pienso que con esos mismos ojos vio los rostros de Cortázar y Benedetti, sus amigos íntimos. Tiene un gran sentido del humor, sarcástico como el de todo buen argentino. Comenta que paseó por plazas del Centro Histórico y que asistió a una presentación de danza folclórica que le causó gran impresión por su fuerza y su capacidad expresiva.

         – Mi mujer lloró. Yo no, porque soy macho –y aunque lo dice a modo de broma, se sabe que es un hombre lleno de valor.

        La última vez que vino a Quito fue en el 2010. Lo hizo por pocas horas. Asistió a una sesión itinerante de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la que se trató la demanda del poeta en contra del Estado uruguayo por el robo de su nieta recién nacida y la desaparición de su nuera María Clara García de Gelman, en 1976. No es extraño que la primera idea que surja en la mente de sus lectores, al escuchar su historia, sea la de una sombra taciturna y noctámbula. Pero esa imagen es muy distinta a la que proyecta el hombre que esta junto a mí en el asiento de atrás del Vitara SZ que lo transporta y que me obsequia un cigarrillo que pienso conservar pero que termino lanzando al piso, exactamente como él hace con el suyo. Probablemente nunca vuelva a fumar en compañía de Juan Gelman.

         Su mirada es penetrante, intensa. Su rostro se mantiene en un estado intermedio entre la sonrisa y la seriedad. Una solemnidad que ni siquiera desaparece cuando bromea con Xavier Oquendo, organizador del festival de poesía que lo invitó a Quito, a quien Gelman intenta sacar de su estrés advirtiéndole que no debe preocuparse pues, a fin de cuentas, todo saldrá mal.

         Su voz es robusta, como sus poemas. Su entonación es absolutamente limpia, contundente. Cuando ocurrió el golpe de Estado con el que inició la dictadura militar en su país, se encontraba en el extranjero. No pudo regresar por su militancia comunista. Desde entonces dedicó todos sus esfuerzos para combatir a los dictadores con un periodismo agudo y comprometido. Logró que el Le Monde publicara un repudio al régimen de facto que fue suscrito por líderes políticos europeos de la talla de François Mitterrand. En 1976, desaparecieron a su hijo Marcelo Ariel y a su nuera María Clara.

         Los surcos que se han dibujado con el paso de los años sobre su rostro no solo hablan de su edad, también de los episodios terribles que vivió. Su poesía trata sobre el ser humano, su viaje del amor a la ausencia: “gacela/ aunque estés lejos/ estás más cerca de mis huesos que yo”.

         Rebusco con mirada inquieta, entre los signos de su pasado, la razón de su creación poética. Le hago preguntas. Dice que la poesía no nace ni del dolor ni de la alegría ni de ninguna de esas cosas. Nace –noto la seguridad en sus palabras– de una percepción de la vida, de una cosmovisión que produce obsesiones dentro de los poetas acerca de todo aquello que los lleva a buscar la expresión adecuada para lo que la imaginación ha encontrado.

        – El único tema de la poesía es la poesía porque es una palabra calcinada.

       Durante los años de terror militar, Gelman fue testigo de cómo el poder de las armas puede embrutecer al ser humano, volverlo cruel, velar su mirada frente a su par. Sin embargo, él no arrastra el dolor del pasado latinoamericano sobre sus hombros.

        – ¿La poesía es una reafirmación de confianza en el género humano?

        – Sí. ¿Cómo no? Y sobre todo esa confianza que se tiene en que la poesía enriquece al humano, le abre caminos interiores, le ayuda a crecer.

        Al verificar que Gelman conserva esa confianza, noto que las heridas más sangrientas del continente han cicatrizado. Los dictadores fueron capaces de apagar muchas luces, de causar dolor y muerte; pero al no lograr destruir la confianza que los humanos nos debemos a nosotros mismos, fracasaron estruendosamente. La poesía y la esperanza viva de Gelman lo testifican.

        Cuando el auto se detiene, es momento de ingresar en la Sala Capitular del Convento de San Agustín. El vicealcalde le entregará el título de Huésped Ilustre de la Ciudad, en el mismo espacio en que dos siglos atrás se firmó el Acta de Independencia de Quito.  Gelman, en retribución, decide hablar de su amistad con Adoum, de cómo la ciudad ha cambiado en estos años; en fin, de lo que la gente espera que diga a pesar de que él no llevaba un discurso preparado. Luego llegan los aplausos y los abrazos de las autoridades. Gelman debe estar ya acostumbrado a ese tipo de actos canónicos, formales, sociales.

        – Buenas noches colegas –dice dirigiéndose a los medios de comunicación–. Yo también soy periodista.

        Durante el tiempo que compartí con él me fue imposible dejar de ver sus manos, también blancas como una hoja de papel. Unas manos que parecen delineadas por la maestría de un caricaturista. Manos que redactaron reportajes objetivos, cartas abiertas, consignas por los derechos humanos. Y que escribieron muchos de los poemas más orgánicos, descarnados, limpios y resistentes del castellano. Con ellas, Gelman hizo que el lenguaje fuera un temblor en los huesos, una soledad exquisita, una alucinación de lo imposible.

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Fotografía: revésonline

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