Lilja 4-ever: El Realismo como protesta social

por Mario Attie

            Lilja 4-ever abre con una secuencia en “algún lugar de la antigua Unión Soviética” en completa decadencia. La fatalidad y la desesperanza se apoderan de la pantalla desde el inicio, mostrándonos una ciudad en ruinas. Estas imágenes, aunadas al violento tema musical Mein Herz Bernt (Mi Corazón Arde), no son solo el preludio de la historia que estamos por ver, sino el reflejo de la vida interior de la gente que la habita.

            La primera vez que vemos a Lilja (una brillante Oksana Akinshina) está sonriendo, eufórica, mientras empaca su cuadro de la virgen. No podemos evitar sonreír ante tan bello contraste; después de observar la decadencia absoluta, la pantalla se llena con la sonrisa de una niña esperanzada. Lilja tiene pintada en la cara la felicidad que solo los niños saben retener ante la crudeza de la realidad. Así comienza Lilja 4-ever, tercer largometraje del director sueco Lukas Moodysson. Así comienza, también, el terrible viaje que emprenderá Lilja, en el que su sonrisa está condenada a desaparecer, a extinguirse con el frío de la injusticia y la maldad de un mundo que promete sueños y cumple pesadillas.

            Lilja sonríe porque se va a América con su madre y su pareja, ante la posibilidad de escapar en busca de algo mejor. “América, América” grita, mientras anuncia la noticia a su mejor amiga. Pero pronto sabremos que para Lilja no hay escape, que la promesa de su madre es un engaño. Ambos se van sin ella, y la abandonan, con dieciséis años, ante una pobreza brutal: la huida es la síntesis de un mundo donde la oportunidad es más fuerte que el amor de una madre por su hija. Lilja se arrodilla en el lodo, su cara partida por las lágrimas, mientras el coche de su madre acelera para no regresar.

            A partir de ahí, su vida se convierte en una espiral sin salida, un verdadero descenso al infierno. El guión minimalista de Moodysson impacta por las cosas que deja sin decir: las imágenes transmiten lo que la palabra nunca podría. Lilja se ve forzada a prostituirse para subsistir, y Moodysson nos muestra estas escenas con un realismo desgarrador. Vemos a un hombre encima de ella, sofocándola, oprimiéndola. La cámara se va acercando a la cara de Lilja, sus ojos miran a otro lado, ausentes, desprovistos del brillo que una vez tuvieron. La pantalla se llena con un primer plano de su cara, y los gemidos de él nos hieren como balas. La imagen corta a Lilja corriendo y deteniéndose para vomitar (el vómito como encarnación de su estado mental, la imagen tangible y asquerosa de su dolor).

            La esperanza aparece como revelación en la figura de Andrei (Pavel Ponomaryov), un joven que conoce en la calle y que pronto le promete llevarla a Suecia, donde “en un mes ganas lo que un doctor en un año”. Pero nosotros vemos a través del engaño, sentimos el paralelismo con la promesa de su madre. Lilja solo ve esperanza y sueños por cumplir mientras se besan en la feria, al ritmo de “Forever Young”. De esta manera, Lilja será vendida a Suecia como esclava sexual, desprovista de libertad y despojada de su propio cuerpo, que ha sido convertido en carne para hombres hambrientos de sexo.

            Uno de los temas que aborda la película es precisamente la pérdida y degradación del cuerpo. Lilja ve reflejado, en los hombres que la violan, el nulo control que tiene sobre su cuerpo. Moodysson aborda el tema en un montaje doloroso, en el que convierte a su cámara en los ojos de Lilja. Y así, desde la perspectiva de ella, vemos uno por uno los hombres que la abusan: oímos su respiración, olemos su sudor, vemos los diversos cuerpos como los ve ella, llenos de repudio, deseo, odio, ansia, poder. Además, y aquí recae la tragedia, vemos su cuerpo, inútil y humillado; un cuerpo ajeno a la niña que lo habita.

            En una escena central en la película, Lilja se encierra en el baño y, mientras escuchamos los golpes de su captor en la puerta, se deforma la cara. Se corta el pelo y se pinta el rostro hasta quedar irreconocible, como un payaso de película de terror. Este desenfrenado arranque se lee como una rebelión contra su propio cuerpo. Lilja manda un mensaje desesperado, como si dijera ‘yo tengo el control’, ‘mi cuerpo sigue siendo mío y hago lo que quiera con él’.

            Un toque de compasión y ternura acompaña a la película y se desarrolla con la amistad casi fraternal entre Lilja y Volodya (Artyom Bogucharsky) un niño menor a ella, en circunstancias similares. Entre los dos se crea la ilusión de una pequeña familia, un refugio donde coexiste la posibilidad de soñar y reír, promesa que, como sus vidas, está condenada al fracaso. Lilja abandona a Volodya para irse a Suecia. Esta continuidad es el producto de una sociedad redundante en su miseria y tristemente repetitiva. Ahora es Volodya quien ve el coche de Lilja acelerar para no regresar jamás.

            Lilja 4-ever es una meditación sobre la maldad humana y sus consecuencias. La decadencia de una sociedad sin esperanza es puesta bajo el microscopio, y así, con su crudo realismo, Moodysson logra trascender los propósitos del arte en general y el cine en particular. Lilja es, más que una historia bien contada, una propuesta estética o una fábula con su moraleja. Lilja es un grito moribundo, un urgente llamado a comprender la realidad de millones de niños que son abusados sexualmente en el mundo. La película aclama a gritos un cambio social, una reacción hacia tan injusta realidad.

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