Loca para loca la loca

por Huilo Ruales Hualca

 

– Uno –

            Muertos, con las cabezas desconyuntadas y pendulantes hundidas en los pechos o adheridas a la suciedad de los vidrios, eso parecen los pasajeros de los buses a la hora del sopor. No se diga si el sol anda suelto y furioso, espantando hasta la sombra. En las paradas es la jungla. Todo mundo se empuja, se estropea. La mayoría, a empellones, gana. Pierden los ancianos, los niños, los cojos, algunas mujeres. No cabe sino la esperanza de integrar el grupo de los primeros que subirán en el siguiente bus. Nuevamente se hace la multitud en la parada, el remolino brusco intentando atravesar la angostura del estribo. Los débiles anteriores van adquiriendo destreza –la rabia del que se siente con derecho- para vencer por lo menos a los nuevos débiles. Como banderas deshechas a medias, los últimos triunfadores se van flameando en la puerta del bus, que parte con un mugido de vieja res. Los perdedores, desde la  acera los miran con una expresión de envidia y desabrida ansiedad mientras se expande, aunque fuese por segundos, un silencio casi de campiña, una ranura de paz. Hasta que otra vez brota el tumulto, la contienda, el logro, el fracaso.

            Le embelesa todo aquello, le aviva la sangre. El sol, el viento, resquebrajan el polvo compacto de sus mejillas pero eso no le importa. Le encanta la loca vida de las calles. Además, no tiene apuro ni meta, de tal manera que ve los toros sin pisar la arena. Cerca de  las tres de la tarde el gentío casi ha desaparecido. Ahora sí puede encaminarse a la parada y tomar el bus con dignidad. Apretando al pecho una resquebrajada cartera –en esta época de tanto ladrón-, vestida con un deteriorado traje sastre de color negro y semicubierta la cabeza con un chal gris, doña Catalina sube al bus sin ayuda de nadie, paga y se  desliza por el andén. Al sentarse, una de sus medias negras se rasga en el espaldar del asiento anterior. Parecería que estos vehículos, aparte de su ruina galopante, se achicaran cada vez más. Entre hipos y bramidos, casi embistiéndose con otro vejestorio, el bus empieza a correr. Doña Catalina ensarta el rostro en el marco de la ventana que felizmente carece de vidrio. El aire le golpea en el rostro, levanta el chal de su cabeza blanca, intenta despeinarla. Esto es lo que se llama existir: velocidad, barahúnda, filo del abismo. Y no vivir a un paso de la tumba de tanto cuidado; si la trataban como si fuera bebé. Todo era cuidados, prohibiciones, orden, pulcritud. Pájaro en jaula de oro, eso, así se sentía en su propia casa. Doña Catalina, con los ojos titilantes y la boca abierta como para llenarse hasta los pulmones del tifón callejero, gime de frenesí.

            Conforme se acerca hacia el centro de la ciudad en el interior del bus va creciendo la locura: gente apiñada repartiéndose pisotones, golpes e insultos. Un mendigo con la tráquea abierta como una boca, desbrozando camino a codazos, va de puesto en puesto pidiendo ayuda para una intervención quirúrgica; la voz estridente de una mujer menta a la madre de alguien que ha manoseado su trasero; la radio, a todo volumen, achicharra el griterío con sus tecnocumbias. Y todo huele a fritura,  a sobaco, a perfume rancio. El olor del chal y de la ropa enmohecida de la Miche armoniza perfecto con el ambiente. ¿Quién podría reconocerla metida en esa indumentaria e integrada a ese despostadero con ruedas?. Imprudente, licenciosa, loca, vergüenza de la familia, eran los insultos habituales en boca de su marido ya difunto, quien sabía de su inclinación casi natural por el riesgo ¿Y su adorado Ignacio, qué exclamaría al descubrirla enquistada en este hirviente revoltijo de carne humana y latón? Lo imagina desencajado, molesto, reprimiendo insultos, sustituyéndolos con anatemas edulcorados, con amenazas elípticas. En verdad, nadie le había comprendido jamás.

            El bus parece un insecto gigantesco trepando entre pitazos de barco hacia el centro colonial. El manojo de calles antiguas hace un embudo dentro del cual caen y se amontonan casi todos los buses de la ciudad. La Plaza de la Independencia es el cuello del embudo.

            Perseguido por silbatos de policías, gritos y correteos, un ladrón huye calle abajo zigzagueando en medio de autos y buses. La calle se pone festiva: “¡el ladrón, agarren al ladrón!”. En el bus la gente se alborota, multiplica comentarios sobre la persecución. Doña Catalina siente taquicardia, se le incendia el vientre, no se diga cuando pasa junto a su ventana el tumulto enardecido arrastrando como monigote al carterista.

            Repentinamente, como si se abriera un escenario prohibido, aparece la plaza de San Francisco, allí, al alcance de sus dedos. La pesadez con que se mueven los buses colados unos a otros le permite disfrutar del espectáculo igual que si estuviera en la plaza, integrando esa muchedumbre de otro planeta. Algún día tendrá el coraje suficiente para abrirse campo y descender con toda naturalidad como lo hacen los otros pasajeros. Totalmente sola, sin guardaespaldas que la interfieran ni la empareden, se sumergirá por completo en el maremágnum de esa plaza con ambiente de fiesta nacional, de puerto mercante, de fin del mundo.  No teme nada de lo que le rodea sino más bien la hipotética reacción que pudiese tener su pequeño Ignacio.

            El bus por poco se vacía pero de inmediato vuelve a colmarse y a paso de tortuga penetra en la plaza de Santo Domingo. Doña Catalina reconoce la iglesia, el Arco de la Loma, la esquina en donde empieza ese abismo perpendicular que es la calle Maldonado. Se atenaza en el espaldar delantero, agarrota los pies y cierra los ojos. Se siente una niña en la cima de un gigantesco tobogán, de una montaña rusa a punto de funcionar. Efectivamente, el bus que lentamente ha bordeado la plaza llega a la bocacalle y se dispara hacia abajo, hacia el sur. De su cabeza ceniza resbala el chal de la Miche, el viento penetra por sus fosas nasales casi hasta ahogarla. Con los flecos del chal se cubre la boca para que no se le escape un grito de miedo y de goce. Es tan frecuente que en esa larga pendiente los destartalados buses pierdan los frenos y se estrellen en el angosto y viejo puente de piedra que es donde culmina el declive. Mucha gente ha culminado su vida en la hilacha de agua sucia, pestilente, del río Machángara. Qué escándalo soportaría el pequeño Ignacio al encontrar el cadáver de su madre, vestido con la áspera ropa de la Miche, integrando un amasijo de cuerpos enfangados allá, nada menos que en el sur de la ciudad. Siente una ráfaga de bochorno, de arrepentimiento, pero enseguida y con regocijo vuelve a la realidad.

            Una vez atravesado el Puente de la Muerte, la calle se empina en forma de culebra y el bus trepa hipando casi tosiendo sangre, hasta que por fin entra en esa especie de explanada que es la ciudadela México. La vorágine del centro colonial se ha borrado por entero. Los pasajeros van descendiendo en calma, sin empujones. En las paradas no aguarda nadie y el bus va recuperando la marcha soñolienta de vetusto colectivo. Sigilosamente, doña Catalina, voltea el cuello y recorre la mirada por cada asiento: los escasos pasajeros, sentados a sus anchas, viajan ensimismados, adormitándose. Solamente una pareja, entre cuchicheos, juguetean, ríen, se besuquean. El chofer y su ayudante, charlan, bostezan. La algarabía ha sido sustituida por la completa calma. Sin embargo, Doña Catalina transpira más que antes, siente corcobeos insoportables en su corazón y sus dedos tiemblan sosteniendo el pañuelito de la Miche, con el cual seca el incipiente sudor de su cara. Cuando el bus, abúlicamente, voltea la esquina de la Estación, doña Catalina, crispada, se desplaza en su asiento desde el lado de la ventana hacia el andén –la media de naylon se rasga aún más–, estira su cuello ajado  y dice en alta voz:

            —Me bajo en la siguiente parada, mi cambio, por favor.

            El ayudante y el chofer buscan de dónde proviene la voz. El chofer, con la cara grasienta y una fruncida expresión de extrañeza pregunta a su ayudante. Éste, sorprendido, turbado, gesticula, mueve sus brazos uno de los cuales termina en un muñón.

            — De qué cambio habla, señora– dice el chofer  mirándola por el retrovisor.

            — ¡De mi billete de veinte dólares!

            —Yo doy los cambios enseguida, señora. Responde, nervioso, el ayudante manco.

            — ¡Mentiroso, tú tomaste mi billete y me dijiste “después le doy el cambio”!– grita doña Catalina, casi desfigurada, agitando sus manos temblorosas.

            — Ya le di señora, no tengo por qué robarle- dice, en voz alta, el muchacho moviendo los ojos en busca de apoyo, sobre todo de su  patrón.

            Doña Catalina, se pone de pie y, fuera de sí, responde a gritos:

            — ¡Tampoco yo tengo por qué mentir, ladrones. Perjudicar a una anciana es no tener corazón. Sinvergüenzas!

            Se suena la nariz, se encorva, está a punto de sollozar. Al fin, un joven estudiante desde el último asiento, agazapándose en el espaldar delantero, grita:

            — ¡Choros, no roben a la señora!

            Eso es suficiente. Como un súbito incendio crece la protesta, el respaldo a la anciana que hipa, solloza, mete y saca su rostro acongojado del pañuelito. Desde el penúltimo asiento se yergue un enorme pasajero a quien le bastan tres pasos para colocarse junto al chofer. Casi lo levanta de las solapas y el bus por poco se monta en la acera. Entonces, el chofer, insultado por todo el bus,  grita a su manco ayudante:

            — ¡Qué esperas,  cojudo, dale el cambio a la señora!

            Doña Catalina, al fin recibe el dinero, se limpia las lágrimas y agradecida con los pasajeros desciende en la siguiente esquina.

            A medias cubierta con el pañolón apestoso de la Miche, doña Catalina tirita de emoción. Ni siquiera da importancia al dolor de sus pies. Cruza la calle y se encamina hacia la parada más cercana, con el fin de tomar el bus de regreso.

– Dos –

            La ciudadela México, más que un barrio quiteño le parece un pueblo apacible y además le resulta extrañamente familiar. A cada veinte pasos hay una tiendecilla, el ineludible bazar, la sastrería antigua. Cuánto le gustaría vivir con toda libertad sus días restantes en esa placentera atmósfera de barrio. El mundo, los destinos, funcionaban al revés, no cabía duda. Cuánta gente de ese modesto barrio estaría feliz de entrar en su mundo de opulencia y frío.

            Aparte de un niño uniformado de azul ella es la primera pasajera. Busca, como siempre, un asiento al costado derecho y con la ventana abierta. Todas las ventanas están cerradas, pero al fin encuentra una, suficientemente rota, para recibir el aire, para inhalar el mundo exterior. Se podría pensar que es el mismo bus anterior a causa de su idéntico deterioro, pero éste tiene un chofer joven y de ayudante un niño. Tranquilo, flatulento, integrando una cadena compacta de vehículos hundidos en su propio humo, el viejo bus se desliza hacia el puente de la Muerte. De allí, casi con las uñas, casi apoyándose por delante y por detrás en los otros buses, trepa y trepa la calle Maldonado, hasta coronar la cima que es la Plaza de Santodomingo. Doña Catalina siente un vuelco helado en el vientre: apenas a dos o tres cuadras se encuentra el viejo y monolítico edificio ministerial donde, probablemente, estaría su venerado Ignacio. Qué diría al verla en el centro de aquella marea humana que se ha multiplicado casi hasta el paroxismo. Pasajeros agolpándose en las puertas estrechas de los buses, gritos de voceadores, cláxones, música, sirenas, y el aire cargado de hedores a pescado frito, a orina, a palosanto. Qué diría descubriéndola allí, sentada junto a una mujer obesa que se embadurna dedos y boca de papas fritas pestilentes a cebollas y mayonesas rancias. Creería estar soñando o que su madre se ha vuelto loca. La ansiedad le quita el aire. Estira el cuello hacia la ventana: respira, se va calmando. La mujer que se embadurna de comida le sonríe, empieza a hablarle. Entonces doña Catalina, haciendo caso omiso del tufo, desovilla su historia sin un solo respiro.

            — Ignacio, mi único hijo, trabaja muy cerca de aquí.

         — ¿Ah, sí? – dice la gorda, con la cara untada de ketchup, como una niña gigantesca.

            — Mi hijo me adora, me cuida más que su padre que en paz descanse. Pero lo malo es que tampoco me entiende.

            — ¿Ah, sí? – repite la gorda, lamiéndose los dedos.

            — Imagínese, llegó al colmo de ordenar, bajo pena de despido o de multa, que no me permitieran salir sino es en auto y por lo menos con un par de guardaespaldas.

            La gorda se sonríe mostrando su dentadura incompleta y  manchada de rojo.

            — ¿Guardaespaldas? – dice, burlona y apática, antes de seguir empinzando papas fritas del fondo de la funda amarilla.

             — Sí, guardaespaldas, unos armarios con cara de bandidos. La primera vez me indignó tanto que llamé a su celular secreto y le dije: Nacho, sabes que me resientes. Sé que soy vieja, pero todavía estoy viva. No me enjaules, que voy a morirme, le lloré en el teléfono. Entonces él, eludiendo reuniones importantes, esquivando periodistas que le fastidian el día entero, escabulléndose de asesores y secretarias que son como su sombra, llegó a verme en un suspiro.

            —¿Ah sí? – dice la gorda, sonreída, eructando y metiendo toda la boca en la funda vacía.

            — “Mamá, no llores, vamos a visitar a tía Filomena en el asilo, si quieres organiza un té semanal de exalumnas o, si prefieres, con alguna de las tías anda de compras a Miami cada vez que se te ocurra. Pero hay dos cosas que tienes que entender de una vez por todas: este país es un antro de ladrones y terroristas, y está de moda el secuestro, la vendetta, mamá. Lo otro es que eres mi madre y por lo tanto tienes que comportarte públicamente con dignidad: los periodistas son aves de rapiña”. Así me dijo, llenándome de besos en la frente, en las manos, hasta aceptó almorzar conmigo a los siglos. Así es que tuve que resignarme a vivir presa en mi propia casa, vigilada por mi propia servidumbre. De un golpe me volví achacosa. Ya no tenía deseos de salir, salvo para ser llevada al club con el fin de encontrarme con alguna amiga, o para visitar a algún pariente enfermo, ah, y para ir a la iglesia de San Francisco, pero siempre escoltada ¿Usted cree que eso se llama vida de privilegio? Eso es insoportable. Hasta el día en que desde la ventana de mi dormitorio vi  atravesar por uno de los jardines a la Miche. Fue algo increíble, como un milagro: desde lejos ella parecía yo. Era mi propio reflejo sino que arruinada.  Entonces se me ocurrió la idea.

            — ¿Una idea?–pregunta, burlonamente la gorda estirando el brazo delante de la cara de doña Catalina y tirando la funda vacía por la ventana.

            — Pero primero déjeme contarle de dónde salió la Miche.

            La gorda, como niña, como leona después de comerse un venado, se lame los labios y termina de limpiarse la cara con una manga.

            — La Miche trabajaba en casa de mi nuera María Isabel, desde antes de que ella naciera. A partir del divorcio y el viaje intempestivo de María Isabel, mi hijo Ignacio me propuso que aceptara a la Miche como dama de compañía ya que la mía estaba tan vieja que resultaba más bien una carga. Y así fue. La Miche es un encanto. Más que empleada es una amiga y además es experta en repostería. No tiene más de cincuenta años, pero la vida le ha golpeado suficiente y entonces parece tan vieja como yo y encima tiene mi talla, mi contextura. Ella se emocionó mucho cuando le confié el secreto que más bien es una mentira: le mentí sobre mis flamantes votos de humildad y caridad cristianas que había ofrendado a Jesús del Gran del Poder. Para cumplir ese santo objetivo necesitaba ir, sola y sin pomposidades, hacia el templo de San Francisco, pero como Ignacio no lo permite tenía que encontrar una forma de salir de la casa sin que nadie lo supiera. Casi se muere de susto cuando le dije que me prestara esta ropa atroz, mire, este viejo chal gris, esta cartera de charolina resquebrajada, estas medias negras, estos zapatos viejos y sin taco, mírelos. La pobre Miche, poco a poco se ha ido acostumbrando. Así, sin mayor riesgo, cada miércoles, atravieso los jardines de la casona sin que nadie, ni el guardia metido en la caseta al borde de la entrada de hierro y piedra, me tome en cuenta. Si mi hijo lo sabe me mata. Cada miércoles atravieso la ciudad disfrazada de Miche. Llueva, relampaguee o truene, cada miércoles.

            — Ahora no es miércoles sino lunes, vieja loca –le dice la gorda, bostezando como el león de la Metro Goldwing Mayer y poniéndose de pie antes de abrirse paso a codazos por el andén del bus.

– Tres –

            Al curvar hacia la angosta calle Flores se multiplican los sonidos de las sirenas, los estallidos de las bombas lacrimógenas, las consignas de los estudiantes contra el gobierno, el correteo de la gente. Varios pasajeros empiezan a bajarse a empellones. Otros gritan al chofer pidiéndole que retroceda, que se desvíe por otra calle, que ya se sienten los gases. Efectivamente, el bus recula encaramándose en la acera, da media vuelta, atraviesa la plaza y en contravía se dispara veloz hacia el Arco de la Loma.

            Doña Catalina no se mueve de su asiento. Con los gritos, la velocidad, el barullo dentro y fuera del bus, está crispada de emoción y de terror. Pero va recuperando la calma conforme el bus se distancia del conmocionado sector y toma una ruta nada habitual que circunvala al centro antiguo de la ciudad. Al retomar a la avenida Seis de Diciembre, el gentío es un monstruo compacto y desesperado que se mueve hacia la puerta de los buses. Los pasajeros que intentan descender, violentamente, son devueltos hacia el interior o tironeados de las solapas hacia afuera. Se escuchan insultos, bofetadas, puntapiés en la carrocería. La gente, hacinada, protesta porque el bus, pese a que está a punto de reventar, continúa embutiéndose de pasajeros. Un niño casi prensado por vientres y nalgas llora hasta el ahogo; su madre insulta, amenaza de muerte al chofer. Es el delirio auténtico. Doña Catalina siente náusea, escalofrío, desazón.

            Por fin, luego de recorrer un laberinto de calles norteñas y desniveles, el bus va recuperando su marcha serena: restan pocas paradas y los pasajeros son cada vez más escasos. Remojando sus dedos con la lengua, el pequeño controlador alisa y cuenta el paquete de mugrientos billetes. El chofer enciende un cigarrillo, tamborilea sus dedos en el volante, al ritmo de la música radial. La mirada de doña Catalina recorre el interior del bus hasta la última fila: solamente un estudiante de mochila al hombro viaja de pie. El resto está holgadamente sentado. Una parada antes de bajar, con el corazón en la garganta y la boca seca, doña Catalina se acomoda el chal. Sus manos estrujan el pañuelito temblorosamente. Transpira frío. Por último, carraspea  y grita, lanzándose nuevamente al vacío:

            — En la próxima parada me bajo, por favor, mi cambio de a diez.

            El chofer y el ayudante se miran sorprendidos.

        — De qué dinero habla señora, si nosotros damos el cambio cuando se suben los pasajeros –contesta el chofer, mirando a la anciana por el retrovisor.

            Doña Catalina se pone de pie e indignada reinicia su reclamo, finge sollozar. Paulatinamente, se despierta el enardecimiento de los pasajeros a su favor. El corazón de doña Catalina bate intensamente, como de costumbre.

– Cuatro –

            Al colocar sus pies en la acera se siente exhausta. Le parece haber atravesado de ida y vuelta la ciudad caminando sobre aquellos zapatos angostos, torcidos, ajenos. Le duelen las rodillas, las plantas, los dedos de los pies. Pero sobre todo le duele la vida. Está vieja, demasiado vieja. Quizá tiene razón su pequeño Nacho. Empieza a sentirse harta de sobresaltos, de la vitalidad de esa ciudad ebria, pirómana, loca de remate. Ansía llegar a casa, quitarse esa lamentable ropa, hundirse en una tina de agua espumosa y caliente, un vaso de leche descremada y tibia, una cápsula de valeriana y dormir. Ah, si pudiera dormir una noche entera con los brazos abiertos y bocabajo en su enorme y blanda cama.

            Siente alivio al mirar el perfil trasero y familiar del hipódromo con su hilera de plátanos recortados por el cielo gris, nuboso. Siente como si hubieran transcurrido meses enteros desde que salió hacia la ciudad. Todo le va pareciendo cada día más distante, más complicado, incluso el escabullirse fuera de la casa. Aquel guardia nuevo parecía halcón, el insolente, antes de abrir la puerta para que ella saliera, la había observado con excesiva minuciosidad.

            Llega, por fin, a la esquina. Dobla hacia la derecha. Nuevamente excitada se cubre el rostro con el chal, se encorva metiendo su cráneo entre los hombros para asemejarse a la Miche. Cincuenta metros más adelante se detiene, como todas las veces. El chal resbala de su cabeza. En su rostro ajado se dibuja el desconcierto. Un desconcierto usado, exangüe, casi paródico e iluminado de dolor: la opulenta villa Catalina, con el inmenso doble portón vigilado al menos por un guardia, los enormes algarrobos pródigos de sombra sobre el vasto jardín delantero, la fachada neoclásica imponente y nívea, aquel inconfundible aroma a flores y limpieza donde ella había vivido su matrimonio y su viudez, nuevamente han desaparecido. Delante suyo no hay más que malahierba y basura desde la cual emerge, contenta, una esquelética perra.

            Después de un infinito momento de inercia, como alguien que luego de orar se distancia resignadamente de la tumba del ser amado, se encamina hacia el fondo del terreno baldío. Hacia la covacha de cartón y lata, sollozando con los ojos secos, metiendo la nariz en el pañuelo sucio y diminuto. La perra, abúlica y flaca, apenas tiene ánimo para mover su rabo purulento detrás de ella.

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