Cuento: El oficio de Judas, por Marcelo Recalde Pinza

Lo recuerdo bien. Fue en tercer curso. Te sentabas en la primera fila junto a la ventana. A tu lado, a la izquierda, estaba el  Flaco Turbina que, como me contó el Negro Sandoval, te había dejado en la banca ese papelito que recogiste y guardaste en tu bolso apenas llegamos al curso, después de la formación. Ese día saldríamos a vacaciones.

Cómo decírtelo si por ti, aunque no lo sepas, ha pasado lo que ha pasado. Se suponía que él te gustaba y que solo esperabas su declaración para darle la respuesta. Discúlpame, uno es tonto a esa edad: se me había dado por imaginar que tú y yo… Bueno, ya te digo que uno es tonto a esa edad.

Todo está bien, solo sírvanos un par de cervezas. Gracias.

Eran las diez y cuarto. Faltaba muy poco para salir al recreo. No olvido como tú y el Flaco cruzaban miradas cómplices, de enamorados, mientras yo restregaba las manos en mi banca: rencoroso, resentido.

Te ríes, ahora que ya no piensas ser la diosa de 15 años que eras, te ríes, sin entender que pudieras haber causado tales pasiones, renegando de tus 5 kilos ganados con el tiempo y de esa ligera várice que ha empezado a salirte en la pantorrilla derecha… ¡Te ríes! Pero mira, qué increíble que esas minucias de la vida, esas cosas que creemos inofensivas e infantiles, se conviertan en nuestras angustias más grandes.

Y ves, justo ese día yo llevaba unas cuantas líneas a las que había dado forma de verso la noche anterior, versos que nunca pude darte y que ahora llevo conmigo y fueron el origen de este oficio que dices admirar. ¡Qué cursi, me digo a mí mismo! ¡Aún sigo siendo poeta pésimo!

 ¿Que cómo iban? ¡No, nada de eso! Mira que aún me duele, mira que siento vergüenza.

¡Insistes! Pues bien, da lo mismo. Ten, esta es la sucia y vieja hoja de aquel día. Tómala y si quieres léela. Ya no me importa.

 ¡Qué te ha gustado! ¡Vaya si es irónica la vida!

No los pidas, no es necesario, traigo cigarrillos. Ten uno. Permíteme encendértelo.

Mira tú no lo sabes pero esa mañana sufría, solitaria y estúpidamente sufría: no quería que llegara el recreo, pues sabía que tú le aceptarías. Pero, igual, sonó la sirena.

Todos nuestros compañeros salieron como locos corriendo al bar a embutirse de hamburguesas. Bueno, no todos.

Yo había decidido quedarme en mi banca, dispuesto a no perder detalle de lo que ustedes hicieran. Observé, entonces, como se dirigieron al umbral de la puerta y como tú le dabas vuelta, entre el pulgar y el índice, al papelito. No sé bien por qué pero, aunque me lastimaba quedarme, tenía una necesidad enfermiza de saber qué pasaría entre ustedes, esperando algún milagro que evitará su unión.

En ese instante me fijé en tus manos abriendo, como si fuera un regalo envuelto en celofán, esa carta en la que el Turbina, te pedía que fueras su pelada. Me recuerdo viéndote: una alegría silenciosa se esparcía en tu pecho mientras la leías. Tus ojos se deslizaban por sus líneas llenos de emoción. No le decías nada. Eras toda pausa, toda dicha. Y, luego, tu mano se posó en la nuca de ese pelmazo y yo observé como él, arruinándolo todo con su brusquedad, te trenzó en sus brazos por la cintura (fuerte, resueltamente).

No pude soportarlo más: me levanté de golpe decidido a marcharme. Y en efecto, eso debió haber sucedido, de no ser porque justo cuando me iba del aula decepcionado, noté esa sonrisa burlona del Flaco: entonces, sin saber muy bien por qué, decidí no irme sino detenerme ahí, muy cerquita de las gradas y en frente de nuestro curso, agazapado a un paredón sucio y sin que nadie reparara en mí.

Desde donde estaba, aunque no escuchaba bien lo que decían, los veía mucho mejor. Él movía sus labios y te enseñaba las palmas de manera divertida, imitando a un monigote. Tú le correspondías con una sonrisa. Después el Flaco te tomó del cabello y empezó a reclinar su cabeza para estamparte ese beso que nunca podría darte.

Luego, sucedió aquello ¿cómo llamarlo?, ¿desastre?, ¿milagro?: el Manotas Guerrero, que venía trotando desde las canchas de básquet, empezó a gritar desde el patio: “Turbina, Flaco, vino tu vieja, nos fregamos”. Después, se fue corriendo.

No sé qué diablos habría hecho el Turbina, lo que sí sé es que respondiendo a un impulso casi de resorte te soltó la nuca, y te pidió un momento.

Todo se revuelve en mi cabeza. Esos instantes no se me han borrado de la memoria. ¿Cómo decírtelo?

El Flaco Turbina se alejó de ti corriendo sin que nadie supiera por qué motivos. Al principio quiso tomar por la derecha, con intenciones de llegar a la “dirección del colegio”, pero no lo hizo: giró de golpe -quizá quería encontrar a su madre en el camino e impedir que conversara con el Inspector- y decidió bajar por las gradas del paredón. 

Entonces (tampoco sé cómo llamarlo ¿Mala racha? ¿Sucio crimen?) el “accidente”:  un pie traidor  sale de una sucia pared; la sien del flaco impactando contra el filo de una grada no menos asesina que el cobarde que, ocultándose tras la pared, desaparecía de escena.

No tengo nada más que contarte, pues el resto lo sabes bien: tus lágrimas, los profesores del colegio vestidos de negro lamentando “el fatal tropezón”, la misa en el Colegio “La Salle” de Conocoto, un entierro al que asisten todos los compañeros menos uno… Debía decírtelo. Ahora ódiame.

___________________________________________________________

Marcelo Recalde Pinza. Es Comunicador Social y Magíster de la Universidad Andina Simón Bolívar de Quito, de la que se graduó con  un estudio sobre Lo grotesco en la obra de Huilo Ruales Hualca.

En la actividad editorial su experiencia como corrector y editor de textos es de más de 8 años, de los cuales los últimos seis los ha ejercitado en el Departamento de publicaciones de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo de Pichincha.

Además ha sido profesor en materias relacionadas al Lenguaje y la Comunicación en La Universidad Central, en la Universidad de las Américas y otras.

Como escritor algunos de sus poemas, cuentos y ensayos han sido incluidos en revistas del país como Letras del Ecuador, Cartón Piedra (de Diario el Telégrafo), la revista Rocinante. Ejerce también el periodismo como colaborador de la Revista Q.

Deja un comentario